El 6 de septiembre de 1930 caía derrocado por un golpe militar el segundo gobierno de Hipólito Yrigoyen. No se había logrado construir una democracia entre los distintos partidos políticos. Las alianzas entre radicales, conservadores, socialistas y comunistas no habían sido suficientes para inaugurar una alternancia ordenada y consensuada. El antipersonalismo de Marcelo T. de Alvear, presidente entre 1922 y 1928, no logró zanjar las diferencias con su antecesor. Por su parte, el sector militar había demostrado su poder al doblegar cualquier fuerza de choque, resistiendo a las tantas manifestaciones y huelgas del sector trabajador comandado por la corriente sindicalista. El sector más autoritario y corporativo de los militares, liderado por José Félix Uriburu, presidió los dos primeros años de la llamada Década Infame. Mientras que su sucesor, otro militar, Agustín P. Justo, es apoyado provisoriamente por aquellos sectores políticos que anhelaban la defensa de las instituciones constitucionales. Estaban congregados en el Partido Demócrata Nacional, coalición heterogénea y de corto alcance temporal, que sostuvo la presidencia de Justo hasta 1938, con fraudes electorales y abstenciones por parte del radicalismo. Fue bajo su presidencia que se tendió a una mayor diversificación productiva, fomentando la producción y el consumo a lo largo y ancho del país, según señala Ma. Sabina Uribarren, citando a Gorelik y Ballent. Para esto, se instala “un equipamiento nuevo e infraestructura adecuada a las nuevas exigencias y se busca la autonomía económica a través de obras vinculadas a la producción industrial y energética, al tiempo que se construye una impresionante red caminera”, en palabras de Uribarren. La explotación del petróleo permitió el traslado de mercaderías haciendo necesario un nuevo y renovado tejido vial y facilitó, al mismo tiempo, el turismo, que se percibió “para el momento de crisis internacional económica y política ante el clima de preguerra, como obra patriótica-social que determinaba que conocer la patria es un deber”.[1]
Por otra parte, la crisis financiera mundial de 1929-30 dejó una parálisis general que se manifestó, entre otras cosas, en quiebras comerciales y reducción del empleo público. El intervencionismo del Estado hizo posible sortear algunos de los principales déficit de la balanza comercial, alentando la industrialización y el consumo interno. Situación que llevó a la dispersión y traslado de una importante masa de migrantes internos desde las provincias a las grandes ciudades, engrosando los sectores más pobres. Así se originaron las urbanizaciones informales o las llamadas “villas miserias” en las periferias urbanas.
Ante el cierre de las importaciones, se implementaron políticas para la fabricación de lo que antes se importaba. Este proceso de sustitución de importaciones convocaba, en alguna medida, a viejos y nuevos trabajadores. Para 1930, se había logrado la unificación del sector obrero con la creación de la Confederación Central de los Trabajadores (CGT) que lideró por un tiempo las manifestaciones y reclamos del sector ante los poderes públicos.
Córdoba no era ajena a este abanico de situaciones de orden nacional, pero a partir de 1936 se destacó en la gobernación una figura del radicalismo: Amadeo Sabattini, quien implementó una política de obras públicas en caminos, diques y escuelas en el interior de la provincia con el objeto de impulsar su industrialización. La infraestructura vial y energética provincial se acrecentaba con la obra nacional iniciada en 1932, que había creado el Automóvil Club Argentino (ACA) e instalado estaciones de servicio a lo largo y ancho del país. Los pueblos y localidades del interior ya no solo estarán unidos por el ferrocarril, sino que los nuevos caminos se constituirán en una alternativa que entrará en competencia con la hegemonía del tren. De esta manera, el automóvil y un sistema de transporte de buses agilizaron las comunicaciones, el comercio y el movimiento turístico. [2]
Lo interesante es que, a pesar de la competencia de la comunicación vial señalada, en los soportes de cada fotografía, todavía se detallaban las líneas ferroviarias que comunicaban al pueblo o la ciudad y no se especificaba el número de la ruta nacional o provincial.
Junto con la concreción de esta infraestructura y la diversificación de servicios, las localidades crecen demográficamente. El interior provincial se colmó de comercios de distintos rubros que satisfacían las necesidades de la clientela local, la cual accedía por primera vez a los gustos y comodidades de la gran ciudad, entre ellos, a la posibilidad de representarse en una fotografía. La lista de fotógrafos de pueblos y ciudades provinciales continuó en aumento, y en algunos lugares existió más de un fotógrafo. Estos nuevos locales se adjuntaban a librerías, imprentas, papelerías, farmacias o droguerías. Incluso la hotelería formaba parte del comercio, rubro ideal para completar el circuito del turismo. En otros casos, por fuera de lo común, se anexaba a una veterinaria.
Para esta época aumentaron también los negocios que incorporan el servicio de revelado, copia de fotografía y la comercialización de artículos e insumos para la fotografía. En la ciudad capital se suman a los que ya existentes, el Instituto Óptico Morassut, ubicado en calle Rivera Indarte 17, según el Anuario Kraft de 1930 y el de Garbarino y Fanzoleto, con negocio de Óptica y Fotografía en calle San Martín 130, según el Anuario de 1938.
Por otro lado, las casas fotográficas retomaron la moda de incorporar nombres de fantasía: aludían a países europeos, a las características del proceso fotográfico o bien al nombre de pila del fotógrafo o a la calle donde estaba ubicada. Lo nuevo era que, en muchos casos, el nombre comercial estaba antecedido con la palabra “Foto” en el caso de los negocios capitalinos, quizá como modo de indicar la exclusividad del negocio.
La movilidad geográfica siguió siendo significativa, sobre todo proveniente del Litoral, principalmente de la provincia de Santa Fe. En cuanto a la movilidad social, teniendo en cuenta los casos de personas que se han podido rastrear, es relevante también: operadores cuyos padres declaraban el oficio de albañil, agricultor, o que provenían de familia de estancieros. Excepcionales son los casos de fotógrafos hijos de padre minero, armero o dedicado a la fabricación de gorras o viseras. Mientras que lo más frecuente es que hayan sido hijos de farmacéuticos, dueños de farmacia, vecinos de tipógrafo o que tuvieran padre y hermanos carpinteros. O sea predominan los fotógrafos que todavía estaban en contacto con las drogas, con la pintura o con la imprenta. Solo hay un caso, Ignacio Agner, de origen húngaro, que al casarse en 1918 declaró ser fotógrafo. Se casó en Orán, con una mujer de 17, costurera, de padres tucumanos. El primer hijo nació en Orán, pero se asentaron en Perico (Jujuy). Con los años, en 1938, se radicó en Cruz del Eje como fotógrafo. Este caso representa un claro ejemplo de la itinerancia del oficio, ya que la posibilidad de trasladarse en busca de mejores condiciones para desarrollar su comercio era común entre los fotógrafos. También pone de manifiesto que el operador formado, provenía con el oficio desde el viejo mundo.
Folleto instructivo de la cámara Leica. 1930. Colección Mercedes Boixadós.
En cuanto a los avances en la técnica, en los últimos años de la década del 20, la comercialización de cámaras más livianas y con mayor capacidad de maniobrar (como la Kodak, la Balda y la Leica, entre otras), amplió el mercado consumidor y aficionado a la fotografía. Una persona, sin necesidad de conocimientos específicos, podía capturar sus vacaciones, viajes, horas de ocio y entretenimiento. Por otra parte, la Leica se convirtió en la herramienta de trabajo del reportero gráfico.
Estas cámaras utilizaban la película de rollos fotográficos de mayor tamaño (6 x 6 cm, 13 x 18 mm o 24 x 36 mm). Estos nuevos formatos, impulsaron la intervención de los positivos con retoques y colores. Procesos manuales y laboriosos que estaban, por lo general, en manos de mujeres empleadas para tal fin o en las integrantes de la familia de los fotógrafos.
El boom de la industria de la fotografía estaba en su mejor momento, cámaras que se vendían con slogans tentadores, livianas, manuables, y negocios que abastecían de insumos, revelaban y retocaban las imágenes en función del gusto de los clientes.
Ahora bien, no todos los pueblos contaban con un negocio de fotografía, por lo cual siguió vigente la costumbre del fotógrafo itinerante que arribaba a una localidad o paraje, y obtenía las fotos de los eventos, muchas veces, reconstruyendo la escena original, como relata Ana Terreno, quien vivía en La Playosa en 1952.
Foto de comunión de Ana Terreno. La Playosa, 1951. Gentileza de Ana Terrero.
«Año 1952. Si la patria es el lugar de la infancia, mi patria tiene siete cuadras de largo por cuatro de ancho, atravesadas por el ferrocarril y una ruta provincial en mal estado. En La Playosa no había fotógrafos, aunque esporádicamente recalaba alguno que no solía coincidir con los eventos sociales o familiares.
En mi comunión no fue distinto. Para dejar registro de ese evento, hubo que esperar la llegada, en esa ocasión, de una fotógrafa. Era la hermana de mi tía Lolo, la farmacéutica del pueblo y única mujer con título universitario en aquel lugar y por aquel entonces. La fotógrafa venía de Firmat, un pueblo de Santa Fe, y combinaba su visita con ese trabajo algo redituable. Para la sesión fotográfica del simulacro de comunión, se eligió una sala amplia, iluminada por una alta ventana que daba a la calle.
Con más de setenta primaveras en mis espaldas, hoy miro la foto y observo un vestido parecido a los de casamiento, de organza bordada con drapeados sostenidos con florcitas de azahar. Mi cabeza está cubierta con un casquete con corona y velo liso; mis manos juntas, apoyadas en mi mejilla izquierda, sostienen un rosario. Todo es de color blanco, para dar una idea de pureza reafirmada con mi rostro serio y bajo una expresión de bondad. Lo peor, supongo, era que me sentía buenita.
Recuerdo con nitidez la admiración que despertaba el misal de tapas nacaradas y sus hojas ribeteadas con dorado. Pero ese misal no aparece en la foto. Serán las trampas de la memoria.»
O quizá para la escena ante el fotógrafo, Ana ya no contó con el misal anacarado. La fotógrafa Pellegrino, se ganaba unos pesos con la cámara que había logrado comprar y de paso visitaba a sus parientes.[3]
Anuario Kraft, Gran Guía General de la República Argentina, 1930.
En la ciudad, tanto en el centro como en los barrios suburbanos surgían nuevos estudios de fotografía, ahora para satisfacer a una clientela más heterogénea que arribaba a las casas comerciales para obtener la foto de comunión o solicitaba la asistencia del fotógrafo a la ceremonia del casamiento o al cortejo fúnebre. Subsistieron de décadas anteriores Kalos (San Martín 180), Marcus Moisés en este periodo con la razón social “Casa Marcus” (San Martín 178), Foto Tuysuz (24 de Septiembre 31), Fotografía Nisidio (Av. General Paz 178), Foto “Luz y Sombra” de Antonio Ramón Casas (en la misma dirección de años anteriores), Artes Studio (General Paz 71) de Francisco Donaire y Fotografía Nacional. [4]